Preparation of the canonization feast of St. Aloysius Gonzaga and St. Stanislaus Kostka in Salamanca (1727)
Ruiz Jiménez,
Juan
Real Academia de Bellas Artes de Granada
0000-0001-8347-0988
Abstract
In December 1726, Pope Benedict XIII raised the Jesuits Luis Gonzaga and Estanislao Kostka to the altars. In Salamanca, the Society of Jesus carefully prepared the celebrations with the adornment of the church, the school and the saints. For the general procession, different agents were responsible for the elaboration of ephemeral altars in the street and the ornamentation of the route. The transfer of the saints and the announcement from the towers of the Society of Jesus church and from the cathedral preluded the beginning of the celebrations.
Keywords
procession , ephemeral architecture , street music , the pealing of bells , pyrotechnic devices , illuminations , bustle in the street , seguidillas (folk song and dance) , St. Aloysius Gonzaga , St. Stanislaus Kostka , Society of Jesus , children of the jesuit college in Villagarcía de Campos (Valladolid) , tambourine player , fife , clarion player , drum player , wind players , guitar player , crowd
En diciembre de 1726, el papa Benedicto XIII elevaba a los altares a los jesuitas Luis Gonzaga y Estanislao Kostka. En Salamanca, la Compañía de Jesús dividió los festejos organizados para celebrar su canonización en dos programas distintos. El primero consistiría en una procesión general y una serie de actos litúrgicos que se prolongaron durante cinco días; el segundo, especialmente dedicado a San Luis Gonzaga, que había sido nominado como protector de las escuelas de la Compañía por Benedicto XIII, se confió a los estudiantes de esta institución que imprimirían su particular impronta juvenil. Ambos son prolijamente descritos por Rodrigo Caballero y Llanes en su obra La juventud triunfante (Salamanca: Eugenio García de Honorato y San Miguel, 1727), la cual dedica a don Fernando, príncipe de Asturias, y que fue reeditada posteriormente en Valladolid, en 1746, y en Valencia, en 1751. Dada la variedad y riqueza en detalles de los actos festivos celebrados, los dividiré en varios eventos complementarios, el primero de ellos dedicado a los preparativos de la fiesta.
Como era habitual, la monumental iglesia y dependencias del real colegio jesuítico del Espíritu Santo se ornamentaron profusamente para la ocasión con toda la parafernalia barroca que comprendía una arquitectura efímera cargada de espejos, tejidos, imágenes y orfebrería, en la que no faltaron los elementos odoríferos y de iluminación a cargo de casi setecientas antorchas repartidas por todo el recinto. También se vistieron las imágenes de los santos de la Compañía con sedas, joyas y otros elementos complementarios, incluidos los dos nuevos canonizados, para los cuales se “labraron cabezas de primorosa mano”. De esta labor se encargaron en sus propios domicilios algunas notables señoras y caballeros salmantinos de los que el cronista da puntual cuenta:
- San Luis Gonzaga: las señoras María y Margarita Caballero, hijas de Rodrigo Caballero, corregidor de Salamanca.
- San Estanislao Kostka: Isabel María Nieto de Silva Pacheco y Guzmán, condesa de Alba de Yeltes, marquesa de Cerralbo.
- San Ignacio de Loyola: la baronesa de San Quintín.
- San Francisco Javier: Ana Dorotea Ordóñez-Portocarrero de Chaves y Guzmán, marquesa de Cardeñosa.
- San Francisco de Borja: Clara de Solis y Gante, condesa de Ablitas.
- San Pablo Miki: María de los Remedios Maldonado / condesa viuda de Alba [de Yeltes].
- San Juan de Goto [Juan Soan de Goto]: Antonio Luis de la Cruz.
- San Diego Quisay [Kasai]: “un devoto”.
- El beato Juan Francisco Regis: llevaba ya la vestidura proporcionada por la condesa de Villagonzalo para la fiesta de su beatificación.
La procesión general que tendría lugar el día 6 de julio tenía un largo recorrido, por lo que se dispusieron seis altares efímeros, ricamente decorados con la iconografía propia de cada uno de sus patrocinadores, en los cuales se efectuarían las correspondientes paradas.
1. El primero estuvo a cargo de la comunidad dominica del convento de San Esteban. Se colocó entre los dos conventos de religiosas de San Pedro y de Santa María de las Dueñas y estaba constituido por tres cuerpos que el cronista describe con todo detalle, al igual que el resto de los altares.
2. El segundo se encontraba “a la fachada” de la casa del marques de la Lisera, haciendo frente a la plazuela de San Adrián (actual plaza de Colón) y mirando al colegio de los trinitarios descalzos que fueron los encargados de fabricar este altar.
3. El tercero se colocó en la puerta de la iglesia de los clérigos menores, los cuales fueron sus artífices.
4. El cuarto fue elaborado por los trinitarios calzados. Tenía una sola cara y estaba ubicado entre la puerta de la casa de la ciudad (actual ayuntamiento) y el arco de la plaza. Constaba de dos cuerpos y en la parte inferior se había dispuesto “un ameno jardín de flores naturales”.
5. El quinto estuvo a cargo de Francisco Figueroa, presbítero y sacristán mayor de la iglesia de San Martín. Se situó en la plazuela de la Hierba (hoy plaza del Corrillo), donde se hallaba la citada iglesia.
6. El sexto y último altar fue construido por el gremio de los plateros a la entrada de la calle de la Rua (en torno a la cual se encontraban muchos de sus talleres). Tenía forma de cuadrado y su cara “mas vistosa” se situaba hacia la iglesia de San Martín, “para recibir la procesión”; otra de sus fachadas miraba hacia el real colegio de la Compañía. En este altar se dispusieron cuatro fuentes que regaban “cuatro amenísimos jardincitos”. Además: “las paredes de la calle se vistieron al mismo tiempo de gala con una rica tapicería, en que se representaba la historia de las amazonas, y otras varias curiosidades y países”.
El cinco de julio, víspera del inicio de las fiestas, las distintas imágenes de los santos que se encontraban en las casas de los que se habían encargado de su aderezo fueron restituidas en procesión a la iglesia de la Compañía:
“Con cortejo tan lucido y festivo que no diese lugar a melancolías. Para esto y para sainete de las fiestas, sirvió mucho una alegrísima danza, compuesta de ocho agraciados niños que a este fin se trajeron de Villagarcía de Campos, después de haber acreditado su diestra agilidad en las funciones de aquel grande y celebrado estudio. En todo se tiró a lisonjear agradablemente la tierna edad de los nuevos santos... Risueño el aspecto, vistoso el vestido, el movimiento airoso, todo era gracias, una, dos, tres, cada uno. Pero lo más donoso de la danza era el que tocaba la flauta y tamboril, para dar abasto de música: y era otro chico de cuerpo menor que los demás...”
El cronista bromea con la talla del tamborilero que acompañaba la danza, alabando su destreza y resistencia. También comenta que esta danza, a cuyo integrantes califica de graciosísimos cupidillos, “en los intervalos de las fiestas, era apetecido y llamado con ansia de varios personajes para lograr más a gusto sus habilidades, y así fueron a entretener con ellas al palacio del señor Obispo, a las señoras de Santi-Spiritus, al colegio del Rey y a otras casas de elevación donde fueron acariciados y regalados dignamente”.
Copia unas coplillas con las que dice que se les obsequió, “remedando la celebre tonada de Calderón” [parece referirse al monólogo de Segismundo en La vida es sueño]:
“En fantasmas de un sueño / un invisible vi, / una cosa no cosa / tocando un tamboril. / Soñaba que la nada, / vestida de arlequín,/ de una flauta pendiente / andaba aquí y allí. / Es algo, o nada? no. / Es nada, y algo? sí. / Porque es un si es no es / por arte de Merlín. / Un preceptor de niños, / maestro de escribir, / por poco no le puso / por tilde de una i. / Cual trompa de mosquito / sonaba la nariz, / si los mosquitos pueden / anonadarse así. / Los ocho titirillos / con caras de jazmín / a primeros de julio / eran ocho de abril. / Tan gusto a todos daban / que hacían prorrumpir / a todos los gallillos / en un quiquiriquí. / Los mozos y los viejos / bailaban sin sentir, / Catón, si aquí se hallara, / se hiciera bailarín”.
Las imágenes, en sus andas, fueron acompañadas “con el cortejo desta danza y el músico alborozo de clarín, cajas y pífano”. Cada una de ellas iba portada por cuatro colegiales teólogos, precedidos de otros cuatro sacerdotes con sus velas correspondientes, acompañados por los caballeros de cuya casa salía cada santo y por sus pajes y parientes. Fueron, por lo tanto, nueve procesiones, “cada una con su aparato, cortejo y música”, las cuales “por estar los santos a largas distancias, fue preciso andar muchas calles”, convirtiéndose en un elemento festivo diseminado por toda la ciudad. Al llegar a la iglesia, depositaron los santos en el crucero, donde quedaron listos para su traslado a la catedral, ya que formarían parte de la procesión general que tendría lugar al día siguiente.
Desde las doce horas del día 5, las campanas de todas las torres de la ciudad comenzaron a anunciar la fiesta, repitiendo su “concierto” al caer la noche, sumándose entonces los instrumentos musicales, los fuegos de artificio y la iluminación de las torres de la iglesia de la Compañía y de la catedral que establecieron un competitivo diálogo visual y sonoro:
“Con el proemio sonoro de las campanas. Todas las de la catedral, acompañadas de los relojes de la universidad y ciudad y seguidas de las parroquias y comunidades formaron la más armoniosa bulla y la más ruidosa melodía que se ha oído. Y aunque todas hablaban a una con lenguas de metal y a voz en grito se repiqueteaban bravamente, ninguna pasó por deslenguada. Repitiose el mismo tumulto músico y con más larga duración por la noche, o no, sino por el día que hacían las luminarias de la iglesia catedral, correspondidas por las del colegio de la Compañía... [La catedral] hizo más visible su belleza con un ejército de hermosísimas luminarias escuadronadas en diferentes filas, con varios escuadrones separados, como de reserva... no se dormía entre tanto el colegio real, antes la miraba hecho un Argos con estrellas por ojos que eso venían a ser las lucidísimas luminarias que en número sin número se asomaban por todas las ventanas y coronaban la frente de la iglesia, los corredores del cimborrio y toda la dilatada, vistosa y dominante azotea o galería, cuyo techo sirve de dosel a la majestad de tan real edificio. Mirábanse de hito en hito las dos grandes fábricas, enamorándose una a otra, y hablándose en requiebros de luz con los ojos, porque no se podían oír las palabras por el estruendo armonioso de las campanas. Solo se oían los ecos de la música, que al mismo tiempo se daban una a otra con varios instrumentos. No obstante, la catedral no pudo contenerse y hablando aún más recio que las campanas, explicó su afecto en gritos de pólvora, rasgando el viento con una gran copia y variedad de fuegos artificiales... baste decir que cuantos primores inventó el arte en este género se apuraron hasta reventar, tan gloriosos por el número y por la calidad que no cabían en sí. No se hizo sordo el colegio real a tantos gritos y habiéndolos oído muy a gusto, a lo último respondió modestamente con doce docenas de voladores, como quien asiente con un breve amén a una larga serie de bendiciones”.
Este espectacular despliegue visual y acústico convocó a toda la ciudadanía. El cronista recoge, probablemente en sentido figurado, si tenemos en consideración el contexto, la siguiente alusión:
“Otro [ciudadano] que estaba en el Teso [de las catedrales], sin más luz que la de los fuegos y luminarias, escribió y cantó a la guitarra unas seguidillas manchegas, y eran estas:
La discreción admiro/ de las campanas/ que dan gusto y repiten/ mil badajadas./ Su alegría publican/ festivos bronces/ quién dirá que obedecen/ a puros golpes?/ Luminarias y fuegos/ lucientes brillan,/ para dar a la noche/ los buenos días./ Los fuegos el respeto / pierden al aire, / y en su cara le dicen/ cien claridades./ Ilustrísima se hace/ la noche a brillos/ y es que su tratamiento/ lo da el cabildo./ Ya se dirá con gloria/ de Salamanca,/ que ciudad tan discreta/ quedó embobada.”
Todo quedó dispuesto para los actos litúrgicos y la procesión general del día 6 de julio.