Ordinances of town criers in Seville (1519)
Ruiz Jiménez,
Juan
Real Academia de Bellas Artes de Granada
0000-0001-8347-0988
Abstract
The Ordenanzas de Sevilla, published in 1527, established that there would be fourteen town criers in the city and precisely regulated the details of the exercise of their profession.
Keywords
ordinance , announcement , town crier
Tal y como se explicita en la Ordenanzas de Sevilla, publicadas en 1527, este texto compilaba “leyes e ordenamientos antiguos e modernos, cartas e provisiones reales” para el buen gobierno de la ciudad, sin que en la mayor parte de los casos se especifiquen las fechas concretas en las que se habían emitido o pregonado, a diferencia de lo que ocurre con las Ordenanzas de Granada en las que, al final de cada una de ellas, suele precisarse la fecha, lugar, testigos y pregonero que las dio a conocer a la ciudadanía, probablemente porque era la primera vez que se hacía. En cualquier caso, la recopilación de las Ordenanzas de Sevilla fue ordenada por los reyes católicos que en la Cédula real, emitida en Toledo el 17 de junio de 1502, da cuenta de este hecho con todo detalle:
“Que esa dicha cibdad tiene muchas ordenanças: las quales están en mucho libros y en volúmenes y en poder de muchas personas e por la muchedumbre de las dichas ordenanças diz que algunas son contrarias a otras y que vosotros pareciendo vos ser así complidero a nuestro servicio e al buen regimiento y governación desa dicha cibdad auíades acordado que todas las dichas ordenanças se trasladasen e coligiesen en un volumen, e las que pareciesen ser superfluas y demasiadas se quitasen e las necesarias e provechosas quedasen y se guardasen...”
Esta recopilación supuso, por lo tanto, una revisión y actualización de todas las normativas por las que debía regirse la ciudad a partir de ese momento. El inicio de este proceso se dilató más de lo previsto, ya que se especifica que comenzó el 18 de mayo de 1515, siendo asistente de Sevilla Juan de Siva y Ribera, y se prolongó durante algo más de cuatro años, finalizándose el 18 de agosto de 1519. Dice igualmente que se imprimieron en 1526, probablemente porque sabemos que en ese año ya se hicieron los primeros libramientos al impresor Juan Valera de Salamanca, aunque no se terminaron de imprimir hasta el 14 de febrero de 1527.
Las ordenanzas de los pregoneros comienzan dando testimonio de la antigüedad de este gremio: “por las ordenanças antiguas de la dicha cibdad parece que ovo en ella pregoneros ciertos para cada uno de los juzgados della, y estaua limitado el salario que cada uno dellos avía de aver por pregonar las personas o bienes que los juezes mandavan pregonar y vender. Pero no estava determinado quántos avían de ser los dichos pregoneros ni quién los avía de elegir e nombrar”.
Las ordenanzas continúan especificando que, “de antigua costumbre”, en la ciudad se contaba con trece pregoneros, dos de ellos denominados “mayores”, cuya provisión recaía en el cabildo de la ciudad, mientras que los otros once eran los responsables de elegir a los que debían ocupar el resto de las vacantes, los cuales serían presentados al cabildo para prestar juramento. En el momento de la revisión de las ordenanzas: “el número de los dichos pregoneros se ha quebrantado y se han rescibido por pregoneros muchos más que convenía”. Se estipula que el número de pregoneros se fije en catorce, dos mayores y doce menores, siguiendo el proceso de elección que ya existía. Los elegidos tendrían que ser:
“Hombres buenos y de buena vida y fama y no viles personas ni mal infamados, ábiles y pertenecientes para usar del dicho oficio que tengan bozes altas y claras y elegibles a vista e examinación de los mayores...”
El número de los existentes se iría reduciendo hasta la cifra de catorce conforme fueran falleciendo los que en ese momento desempeñaban el oficio.
Las ordenanzas del oficio de pregonero presentan numerosos detalles distribuidos en distintos apartados:
- Necesitaban una fianza de 100.000 maravedíes que por medio de fiadores garantizara los bienes muebles y joyas que recibían para vender. La obligación tenía que pasar ante el escribano del cabildo, bajo pena de 5.000 maravedís para los propios de Sevilla.
- Debían trabajar individualmente y no tener las “tiendas” uno junto a otro. La multa por contravenir esta orden era de 1.000 maravedíes la primera vez que lo hicieran, perdiendo e inhabilitándole para el oficio la segunda vez.
- Para que la ejecución de la justicia no se impidiera por falta de pregonero, los dos pregoneros mayores, a principio de cada semana, repartirían entre los pregoneros los días que tenían que servir en la “quadra casa de la justicia” y en la “casa de los alcaldes”, dos en cada una de ellas cada día. Cada día que faltaren a ese servicio serían multados con cien maravedíes para los propios de la ciudad.
La casa “quadra de la justicia” estaba situada donde años más tarde se construiría la Audiencia. El “corral de los alcaldes” ordinarios se encontraba en el solar donde se erigió el corral de El Coliseo en 1607, en la actual calle Alcázares.
- Las ordenanzas disponían que las calles se habían de barrer cada quince días. Los pregoneros mayores debían repartir entre el resto de los pregoneros las distintas collaciones en las que les correspondería “pregonar e publicar el barrer y limpiar de las dichas calles”. La pena por no cumplir con esta obligación sería igual a la del punto anterior.
- Cuando el cabildo de la ciudad mandaba hacer algunos pregones “en las gradas o en otras plaças o lugares públicos”, estaban obligados a ir, “y que para ello dexen luego sus poyos y todas las otras cosas en que entendieren”, sin poner escusa alguna. A la habitual pena de 100 maravedíes por faltar a este requerimiento se sumaban diez días en la cárcel.
- Las ordenanzas señalan que las personas que daban a los pregoneros objetos para su venta lo hacían con necesidad de tener lo más rápidamente posible el dinero para “se socorrer”. Dicen que era costumbre en la ciudad el que los días “que feriado no sean”, es decir los que no eran festivos, los pregoneros tenían la obligación de estar: “cada uno en su poyo o tablero que tiene en la calle de las gradas de la dicha cibdad desde saliendo el sol fasta las diez horas antes del medio día”. Esto era para que los que les habían dado objetos para su venta pudieran encontrarlos y recaudar el dinero procedente de la misma. Por cada día que faltaren les penarían con 100 maravedís. También tendrían la obligación de pagar íntegro todo el dinero obtenido de la venta de un objeto en un plazo máximo de veinticuatro horas, siendo requerido por el propietario del objeto en cuestión. La pena por no hacerlo sería la primera vez de 1.000 maravedíes y la segunda de 2.000 y la pérdida del oficio.
- Los pregoneros tendrían la obligación de informar al propietario del objeto vendido del precio por el que se había saldado y a quién se lo habían vendido. La pena por estafa de alguna cantidad sería, la primera vez, el séptuplo de esa cantidad a los propios de la ciudad y el doble para el que vendía el objeto; la segunda vez pagaría la misma pena, se le darían cien azotes públicamente y perdería el oficio.
- La ordenanzas dan cuenta de que los pregoneros “se visten e cobijan e arrean y se atavían de algunas ropas o joyas o armas o otras cosas que les son dadas a vender”. Se dice que eso esta prohibido y que lo más que pueden hacer es “las tengan bien tratadas sobre sus braços o en las manos o en los tableros e tiendas”. La pena por la primera vez sería de 600 maravedíes para los propios de la ciudad, la segunda vez 1.200 y la tercera 1.800 más cien azotes y pérdida del empleo.
- Los pregoneros mayores estarían obligados, al menos dos veces al año, a informarse e informar a la justicia o a los fieles ejecutores de la ciudad si otros pregoneros incumplían las ordenanzas, para que estos les aplicasen las penas que les correspondían. Si faltaban a esta obligación, la primera vez serían desprovistos del oficio de pregonero mayor por seis meses, la segunda por un año y la tercera perderían el oficio.
- Cuando alguna persona, en el ejercicio de su oficio, les comunicara que en su casa tenían algún objeto perdido, “como esclavo o bestia o otra cosa semejante”, o les dijera dónde se encontraba, si localizaba al propietario, no podría percibir ninguna remuneración por dicho pregón, salvo 4 maravedíes. Por el dinero de más que cobrare, debería devolver el séptuplo de esa cantidad para los propios de la ciudad y el doble para el propietario del objeto; la segunda vez pagaría la misma pena y se le darían cincuenta azotes.
- Hasta el momento de publicarse las ordenanzas, los pregoneros cobraban el 3’5% del valor del objeto pregonado y vendido, ya fuera en las almonedas de los difuntos, en las gradas o en otras plazas públicas de la ciudad. Se consideraba que ese porcentaje era excesivo y por ello se decretaba que se cobraran sólo el 2% hasta un máximo de 100 maravedís, fuera cual fuera el objeto vendido. Si pidiera más, la primera vez se le penaría con la pérdida de toda la ganancia que debía obtener por la almoneda correspondiente y pagaría 600 maravedís a los propios de la ciudad, la segunda vez, el doble, y la tercera vez cien azotes de castigo.
- Se ordena que cuando cualquiera de los pregoneros tuviera que pregonar “algún esclavo o cavallo o mula o otra cosa” perdida, debería hacerlo en la gradas y en las plazas de San Francisco, de San Salvador, de la Alfalfa, de Santa Catalina, de la Feria “y en otros lugares públicos do le fuere pedido por la parte”. Cobraría por el primer pregón cuatro maravedís y por cada uno extra que hiciera dos maravedíes más. El que pidiere más o no lo pregonara en los lugares citados sería penado la primera vez con 600 maravedís para los propios de Sevilla, la segunda vez con 1.200 y la tercera vez se le darían 100 azotes.
- Cuando un nuevo pregonero fuese recibido, estaría obligado a invitar a comer al resto de los pregoneros. Esta invitación podría materializarse en dinero o en una comida, según acordase la mayoría, la cual también decidiría el lugar para la invitación, sin que la cuantía de una u otra modalidad sobrepasara los 500 maravedíes.
- Los pregoneros mayores estarían obligados a notificar a los nuevos pregoneros admitidos el contenido de estas ordenanzas, en presencia de otros pregoneros y ante un escribano que diera testimonio de ello.
- El pregonero no podría poner un precio superior a tres blancas a ninguno de los objetos que vendiere, ni podría adquirir directa o indirectamente ninguno de los objetos que pregonara para la venta. Si contravenía esta orden, pagaría por cada vez 100 maravedís para los propios de Sevilla y abonaría el precio en que la pusiere a la parte vendedora. Si compraba alguno de los objetos pregonados, “para sí o para otro”, perdería el precio pagado, la mitad sería para el vendedor y la otra mitad para los propios de la ciudad, además de una multa de 5.000 maravedís la primera vez y la pérdida del oficio la segunda.
Como se deduce de estas ordenanzas, las voces de los pregoneros debieron ser uno de los sonidos más habituales y con presencia en todos los rincones de la ciudad. No se especifica que se acompañaran de algún instrumento para llamar la atención en su actividad cotidiana y, como hemos visto, además de deambular por todo el entramado urbano, tenían sus “poyos o tablas” en las gradas de la catedral, donde debían estar a primera hora de la mañana para que los vendedores que hacían uso de sus servicios pudieran localizarlos.